domingo, 28 de abril de 2013

#QUELOFAJEN


(Por Alejandro Perandones)
La Gran Noche del Deporte Argentino 2013. Olimpia de Platino categoría vendehumo. La población argentina no duerme hasta conocer quién se queda con el galardón más esperado. Sobre el escenario esperan ansiosos los dos candidatos. Julio Grondona entrega el sobre que porta el nombre del ganador a los conductores del evento, Luis Majul y Jorge Lanata. Pronto sabremos quién se  queda con la deseada estatuilla, Maravilla Martínez o Caruso Lombardi.

(Ya está, basta. No me vende nada más este pibe. Bah… pibe. Este casi hace la colimba conmigo.)
No entiendo de boxeo. Me avergüenza ver combates, siento que me convocan desde algún lugar oscuro de mi personalidad. Me gustaba cuando era un chico. Seguía a Uby Sacco hasta que en una de sus tantas peleas con Lorenzo García, todo un clásico de la época, llegamos con mi primo Sergio demasiado temprano al Luna Park. En una de las preliminares dos jovencitos se concentraron, denodadamente, en destrozarse las caras. Todavía recuerdo la sangre esparcida y el sonido de los golpes retumbando en el estadio vacío.
Mucho menos puedo ver a chicas cruzarse violentamente en un ring. Todo me parece excesivamente violento y primitivo.
Pero este muchacho logró intrigarme, me hizo sentar dos veces frente al televisor, expectante en la previa de un choque. Recuperé sensaciones que creía definitivamente perdidas. Como cuando esperé meses el desafío de Martillo Roldán a Marvin Hagler, o los cruces de Leonard con Tommy Hearns, “la cobra de Detroit”.
Nunca supe cómo resolver bien el dilema: no me gusta el boxeo pero me encantan las historias de boxeadores. Tal vez, visto desde este tiempo, lo que me gustaban eran las buenas crónicas periodísticas. Esos relatos que llegaban a las páginas de El Gráfico describiendo los entrenamientos de los campeones o sus “challengers”, rodeados de empresarios de dudosa calaña y rubias sinuosas. Enterarme,  mediante con el estilo barroco de los viejos reporteros, los hábitos de los antiguas figuras pintadas en trazos de protagonistas de novelas policiales. Uno de ellos era Mano de Piedra Durán quien tenía, en una de sus propiedades,  un león como mascota.
La mayor parte de los argentinos vimos a “Maravilla” solo dos veces en acción. La primera contra el hijo fumón del gran Julio César Chávez. La segunda fue ayer, en la mojada noche del Amalfitani. No faltaron los segundos con sombrero y gafas oscuras, los raperos y la berreta farándula local. Todo eso estuvo logrado, pero faltó el campeón, más allá de los esfuerzos discursivos de los periodistas. Los mismos que en materia deportiva  en la Argentina hace rato que trabajan como agentes de prensa. Algo que día a día observamos con los futbolistas, a quienes entrevistan con actitud de botinera. Martínez llevó ese cholulismo al boxeo
Lo vimos dos veces, dije. Y en las dos anduvo por el suelo. Eso no es tan malo, dice uno que semanalmente muerde el polvo de la derrota. Lo malo es cuando quiere revestirse de epopeya.
“Maravilla” y algunos cómplices se esfuerzan en darle carácter de hazaña a aquel último round en Las Vegas. Destacan la actitud del que se levanta y sigue, pese a los consejos que dicta la experiencia del rincón, en busca del intercambio de golpes.
En realidad, Martínez logró despertarse ya sentado en su esquina  y por la tele - como nosotros- se enteró de lo que había pasado y de lo cerca que estuvo de hacer una siestita de más de diez segundos.
Murray, probablemente, haya sido el boxeador más visitante de la  historia del deporte. Un inglés, solo, en un estadio argentino. Sin pergaminos ni talento se las arregló para arruinar la fiesta. Bien leído, esto fue más difícil que el Maracanazo ya que no tenía 10 compañeros de gesta. Bien leído,  insisto, no había diez de su lado en todo el mundo. Son pocos de familia los Murray.
Le contaron una caída, aunque en realidad logró dos.  Dieron por empujón  la segunda,  algo que no pudo justificarse en la repetición. Y ganó claro en las tarjetas. Si tiene tanto valor para los “opinadores” argentinos la última vuelta, hay que ver los yeites retóricos que tienen que utilizar para adosarle cierto carácter deportivo a las tarjetas de los tres jueces de la noche de Liniers, que están tan cerca de la Justicia como Oyarbide.
Esos periodistas tal vez sean los mismos que votaron, en la entrega de los premios Olimpia, el desempeño de Martínez sobre un tal Lionel Messi.  Sí, increíble pero real.
Son los que sostienen comparaciones -Martínez no se pone colorado cuando las escucha- con unos muchachos que anduvieron bastante bien en la actividad: un santafesino que se llamaba Carlos, por ejemplo, que se cansó de reinar en una categoría unificada; o un grandote de Morón, que logró un nocaut con la frente partida; o Narváez, que tiene el récord de defensas del título, o los gigantes Pascual Pérez y Horacio Acavallo, que inauguraron en Oriente el camino mundial; o el indescriptible Nicolino, que recreó la disciplina haciendo lo contrario de los dictados de la academia.
Pero no, el marketing nos vendió otra cosa. Y en eso, Sergio Martínez se maneja como pocos. No está necesariamente mal. El tema es cuando creemos todo a pie juntillas.   Nadie confía en sentir de verdad cuando compra una gaseosa, o cree realmente que dejará la soledad atrás al elegir una cerveza. Bueno, en ese plano tenemos que leer la última etapa de la carrera de este boxeador. Y es correcto que se valore su disciplina y locuacidad, o el impulso que llevó a muchas personas a meterse en un gimnasio, pero sin cometer la herejía de olvidarnos de los grandes reales de la historia o, peor, de comprar gato por liebre.
No está mal besar la lona, de eso los compatriotas lamentablemente sabemos bastante, lo malo radica en disfrazarlo de épica. Son extremos que están tan lejanos como Las Vegas del Bingo Ciudadela.

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