(Por Alejandro Duchini. En
Twitter, @aleduchini). Esta nota la escribí hace unos años, cuando se
inauguraba la cancha. Entonces, se veía venir la debacle de Independiente. Con
el descenso consumado me da para recordar de nuevo cómo el fútbol, el Rojo y mi
papá son casi lo mismo. Como les pasa a muchos. A casi todos.
Eso es mi infancia:
Independiente, la cancha, las tardes de domingo en el viejo Torino azul, mi
padrino y un par de amigos que se sumaban en el camino, la avenida Perito
Moreno desierta, el relato de Muñoz y las descripciones formidables de Víctor
Hugo, los miércoles de Copa, los sándwiches de jamón y queso con el toque justo
de mayonesa que preparaba mi vieja con unas figazas como nunca más volví a
probar, ir al cole dormido porque la Libertadores me había tenido en Avellaneda hasta
muy tarde, el jugo Pindapoy, el choripán a la salida –sobre Alsina- que nunca
terminaba, el abrazo con mi papá mientras gritábamos el gol y el gol que se nos
metía adentro.
Los 70 y los 80 me marcaron.
Siempre que me acuerdo de ese mundo incomparable que es la infancia me veo con
mi papá en la vieja cancha de Independiente de Alsina y Cordero.
Ahora que se reinaugura, la
modernidad da lugar a la melancolía, a la estéril búsqueda de los fantasmas de
aquellos años dorados. El color seguirá siendo el rojo y el sentimiento
también, pero bajo el viejo techo no estará ya mi papá.
Claro que voy a buscarlo con la
mirada, aún sabiendo que de su platea de madera sólo quedan fotos; ahora los
asientos son de primer mundo, bebés recién nacidos que se convertirán en mudos
testigos de otras glorias que, espero, sepan venir.
Mi padre se hizo de Independiente
cuando era pibe por un vecino y su amor por el club no paró; a mis seis años ya
lo acompañaba a ver a Bochini, Bertoni, Outes, Baley, Pagnanini, Larrosa,
Trosssero, Alzamendi y Villaverde, tipos que supieron hacer grande la historia
de mi Rojo querido.
Mi primera camiseta roja tenía el
9, de Madera Outes. No se por qué nunca me pusieron el 10 del Bocha, que era el
ídolo de mi infancia, el héroe del gol, el tipo que me regaló aquella noche
inolvidable del verano del 79, cuando le hizo dos al mejor Fillol en una
histórica final que terminó 2 a
0 contra River. Esa noche, mi papá, sus amigos, mi padrino y yo fuimos a cenar
a un restaurante que se llamaba El Cisne, camino de Avellaneda a Mataderos,
donde estaba mi casa.
Para entonces Independiente era
un mundo de alegría al que accedía los domingos y cuidaba en la semana. Seguí
con mi papá aquellas campañas increíbles con Nito Veiga como técnico en las que
perdimos dos campeonatos con el Estudiantes de Bilardo y lloramos, abrazados,
el Metro del 83, aquella tarde anterior a Navidad en la que Racing se iba a la B y nosotros éramos campeones.
Me acuerdo que aquel equipo tenía
a Goyén, Clausen, Villaverde, Trossero y Killer; Giusti, Marangoni y Bochini;
Burruchaga, Morete o Percudani y Barberón. Después ganamos la Libertadores en el
primer invierno alfonsinista y con Pastoriza como técnico Independiente viajó a
Japón para ganarle la
Intercontinental al Liverpool inglés con un gol de Mandinga
Percudani.
Todo era fiesta pero de a poco
aquella maquinita futbolera se fue cayendo, diluyendo en los recuerdos de una
gloria que ya no era y que se arañaba sólo cuando se miraba hacia atrás.
El River del Bambino Veira
arrasaba con todo y Central amenazaba, Argentinos nos tenía de hijo y Racing
volvía de la B para
que Bochini le haga uno de los mejores goles que ví en mi vida: el 30 de
noviembre, el día de mi cumpleaños, le hizo uno a Wirtz con una calidad
impresionante desde las puertas del área que daba al arco de la visera. El 29
de noviembre del 89 tuve una tristeza infinita cuando Boca, el día antes de mi
cumple, nos ganó la
Supercopa.
Desde entonces, Independiente se
vino abajo: perdió aquella regularidad de títulos y los dirigentes fueron
endeudando el club. Lo que no pudieron romper fue su grandeza.
Bochini dejó el fútbol y en el
partido despedida lloré como nunca cuando lo veía correr por la cancha,
envuelto por las luces y el grito de los hinchas desde los cuatro costados. Esa
noche mi viejo no quiso ir a la cancha y fui solo. Era la primera vez que no
íbamos juntos.
Después, él se retiró
definitivamente. Se conformaba con el codificado pero Independiente no daba
espectáculo. Logramos algunos títulos (entre ellos el del brillante ciclo de
Brindisi con Gustavo López, Rambert y Usuriaga, entre otros monstruos) pero ya
no había brillo sino pasado, como un viejo boxeador que no puede dar pelea en
el ring y añora los tiempos dorados de mujeres, buenos vinos y mejores hoteles.
Volvimos a ser campeones en el
2002 pero el viejo ya no estaba. Cuatro años antes se había ido para siempre
unas horas antes de que le ganáramos un partido apasionante a San Lorenzo.
No se perdió gran cosa, mi papá.
Con promesas y sin títulos, los últimos tiempos los deambulamos en canchas
prestadas hasta que el nuevo Libertadores de América vuelve a cobijarnos, con
pasado de gloria y con todo aquello que cada hincha lleva adentro, en el
corazón bien rojo.
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