(Por José Santamarina, docente y
comunicador social. En Twitter es @santamarinajose). La nota original de este hincha de River fue publicada originalmente en Bastión Digital: http://www.bastiondigital.com/notas/carta-de-un-descendido-otro
Sos de la B. Subrayalo, parate
contra el espejo y recitalo, decilo mirándote a los ojos. Quizás no ahora, es
temprano, pero mañana, después de empujarte el agua fría contra la cara para
prender el día, mirate y decilo: descendimos, soy de la B. Que sea tu mantra porque
es verdad, porque es un hecho, porque a partir de ahora estás vos en algún
lugar de esa frase.
Mil compañeros y mil colegas de
la desgracia van a querer hacerse el aguante negando todo y no, no es por ahí.
El abrazo simbólico que todos queremos darnos, la palmada a uno mismo, arranca
necesariamente por la aceptación de las propias fragilidades y la realidad que
nos toca. No hay crecimiento posible, no hay vida hacia delante, si no sabés
quién sos ni a dónde estás parado. Sos Independiente, estás en la B.
El antiejemplo: Amadeo Carrizo en
la radio de Atilio Costa Febre, todo ultra River, entrevistado por el
cumpleaños del club. Con ruido de calle de fondo, el tipo decía que había que
soplar 111 velitas en vez de 112, porque uno de esos años no había pasado.
Bueno, dijo, fue un error historiográfico en la grandeza de River. Y nooo,
Amadeo, arquero de todos nosotros, no fue un error, fue real, como le dice
Darín a Pauls en Nueve Reinas: es lo más real que te pasó en la vida, y si lo
borrás del timeline no hay forma de interpretarlo.
Ya se sumó Brindisi a los
clichés, y a ver si te atrapa, de que Independiente va a volver al lugar de
donde nunca debió haberse ido y que la categoría que le corresponde y no sé qué
otros casettes. Independiente debió haberse ido, Miguel, hizo todo lo que había
que hacer para irse, como antes lo hizo River. Les corresponde la B como alguna vez les
correspondió una Libertadores y alguna vez otra Libertadores y alguna vez otra.
Si la suma fuera automática no sería meritoria.
Quiero decir: algo puede ser
grande porque puede ser chico, y no porque no puede ser chico nunca. Alguien
puede ser bueno porque adentro suyo está la posibilidad de ser malo. Cuando
algo se hace bien es, básicamente, porque también se podría haber hecho mal.
Qué mérito habría, si no, en los campeonatos, en los partidos buenos, si
vinieran con al ADN. Esa idea del ADN, que River e Independiente adoptaron
tantas veces, es una pelotudez.
Sobre esta idea, aunque ya sea
tarde, también pensemos: pedirle a Morel Rodriguez, por ejemplo, que salga
jugando y no tire pelotazos “porque esto es Independiente, loco”, no tiene
sentido. El tipo es Morel Rodriguez, no es Independiente. No se le puede cargar
historia colectiva del pasado a los individuos del presente salvándolos de su
propia historia y de sus limitaciones. Si el tipo es malo, es malo acá o allá.
En el partido más relevante de la
historia de River, que iba a definir su descenso, Arano jugó de 5. Arano. Jugó.
De 5. Contra la historia de River, eso puede ser una contradicción. O puede ser
la realidad que le tocó ese día. La realidad está ahí: podés pelearte contra
eso o podés negociar. Y la negociación puede dejarte en un punto gris, mejor,
entre esos dos extremos del mundo de las ideas. Entonces, salir al mercado de
pases para traer a Arano no puede tener sentido nunca, pero tampoco tiene
sentido pedirle a González Pires, porque viene de las inferiores, que juegue
como jugaba Passarella. Cambiá los nombres, vas a encontrar casos parecidos en
Independiente.
El antiejemplo II: en un año de
estadía en el Nacional B, la hinchada de River no inventó una canción que
mencionara la B.
¡Ni una! En el imaginario colectivo que nos construye el cancionero popular,
durante ese año, seguimos siendo el tricampeón, el más grande de la Argentina, y sobretodo
seguimos corriendo a los bosteros, entrando en caravana, fumando marihuana,
tomando cocaína, pero jamás nos medimos la lágrima, jamás acompañamos al equipo
a una excursión distinta, para viajar, entre todos, a un lugar nuevo.
Lo nuevo da miedo. Crecer es ir
por el miedo, aceptarlo, darlo vuelta.
La excepción lírica del tiempo
adverso fue un tema que gritaba que “no alcanzan las tribunas, no alcanzan las
entradas, les demostramos lo que es River en la mala”. Como aproximación al
dolor, el intento no estuvo mal, pero fue aislado y fue masturbatorio: siempre
la consigna de demostrarle al otro que la tengo grande, nunca el amor propio
que pueda valer por sí mismo y para sí.
Basta de hablarle a los demás,
compañeros de la tribuna, hinchadas desunidas argentinas: no están escuchando,
no les interesa, no nos creen. Cuántos años más vamos a aguantar nuestro cuento
de que los corrimos cuando en la tabla de enfrente ellos cantan que nos
corrieron. Tachemos los términos iguales en las dos partes de la ecuación.
Volvamos a cero.
El fútbol no importa. Es una
entidad sin cuerpo. Importan las relaciones que tejiste alrededor de ese circo:
no Arsenio Erico, sino la voz perdida de tu abuelo hablándote de Erico, de que
había una vez un goleador; no el estadio, sino la mano de tu papá guiándote por
la avenida Alsina; no el gol de Agüero que arrodilló a Crosa, sino el abrazo
con tu hermano por ese gol. La emboquillada de Bochini, el avioncito de
Rambert, haber aplaudido a Pusineri, todo fue una excusa, porque todo el fútbol
es una excusa para funcionar más humanamente, para sentir cosas, para liberar.
Para dosificar la neurosis.
En el desvío, cuando importa, el
fútbol es un estiramiento insoportable de la identidad adolescente, que se
define en partes iguales por identificación con unos, el grupo de pertenencia,
y por oposición con otros, el grupo que hay que agarrar a trompadas.
La primera vez que vi el descenso
en la cara fue en un partido que River empató con Colón, un par de fechas antes
de la Promoción. El
Bichi Fuertes nos hizo un gol y nos pedía perdón en el festejo juntando las
manos como las juntan las monjas pero no, Bichi, perdón es otra cosa, perdón se
pide con goles en contra. Salimos de la cancha como siempre, por el puente
Labruna hacia Ciudad Universitaria, apurando el trote para llegar al
estacionamiento antes de la congestión, regulando cada tanto porque a papá se
le hincha la rodilla operada. Subimos al auto y empecé a llorar. Con ruido, sin
parar. Me limpié los mocos con la remera, pensé que frenaba, vino otra ola, me
entregué. Lloré hasta casa. Eran mil imágenes adelante mío pasando como
diapositivas, y en todas papá: imágenes de la Belgrano alta y de
plateas visitantes, de alguna vez en la popular para que yo conociera otro
mundo, de gases lacrimógenos y de piedrazos, de un gol de Ortega contra San
Lorenzo. En todas, la mano de papá en mi mano para entrar a la cancha, mi miedo
en la bajada del puente porque abajo estaba la barra, gente que alguna vez me
robó y mirá si alguna vez me pega, ese sentimiento a los 9 años pero también a
los 15, con más vergüenza pero sin represión, buscando igual la mano de papá
para pasar ese charco. Siempre me sentí cuidado en esa mano. En todas las
canchas, papá sabía por qué calle entrar y por qué calle no entrar, y sobre
todo sabía cuándo irse si había que irse.
Entonces entendí, con la Panamericana en el
parabrisas borrosa por el llanto pero con él al volante, que lloraba por River
y por mí, que River ya no iba a ser lo mismo para nosotros, que descendía con
el descenso nuestra relación hacia otro lado, que mi historia con papá se
terminaba acá, para empezar de nuevo o para nunca, para nuuuunca más volveeer.
Cuando llegamos a casa, igual que
siempre después de la cancha, él repitió el gesto automático de abrir la
heladera, pero en el mismo movimiento la dejó cerrarse sola, con la inercia
horizontal de las puertas de heladera. La confusión y la tristeza obturan el
hambre. Yo le dije gracias. Le dije: Fui muy feliz yendo a la cancha con vos
todos estos años. Nos abrazamos, y quise creer que en el abrazo nos
entendíamos. Pensé que en ese gesto yo estaba aceptándolo para siempre,
perdonándole los años de bronca que me provocaba en la adolescencia que llegara
a casa y sólo me hablara de fútbol, perdonándome a mí mismo la indiferencia que
quise imprimirle a River por esa bronca hasta que no pude, hasta que el riesgo
del descenso me hizo quererlo de nuevo y más, aceptando sus limitaciones y las
mías, aceptando lo poco que nos dimos y lo mucho que fue eso para los dos.
Entendí, también, que ese abrazo era una forma de despedirnos, aunque ninguno
se fuera a ningún lado, porque las despedidas entre un padre y un hijo no se
agotan solamente con la muerte: antes y después de eso, el camino necesita
cierres.
Entonces, colega descendiente,
querete más y querete menos, como se quiere a los que te acompañan en este
barco, y que los vaivenes emocionales no sean por el Rojo sino por ellos, que
tienen puesta la camiseta del Rojo.
El dolor es un reminder
implacable de dos verdades sin tiempo. Verdad 1: estás solo. Verdad 2: la
soledad se comparte, y entonces ya no estás solo.
No exageres el aguante, no seas
hincha de tu hinchada, no quieras ser, vos sólo, la síntesis argentina.
Liberate del deber ser que hay en tu hincha interior. Reconocelo, reíte,
cachetealo. Alguna vez, a la hora del partido, andate al Malba, morfate una
muestra de minimalismo peruano, volvé a la calle sin saber el resultado, con extrañeza
pero sin culpa porque nadie, nunca, te devuelve las horas que perdiste mirando
a Independiente, como nadie me devuelve a mí los kilómetros de embole que me
produjo River en los últimos diez años: es la década perdida.
Las hinchadas son commodities. Sobretodo
las de equipos grandes, por una simple cuestión estadística: si juntás más de
diez mil argentinos al voleo, cualquiera sea la muestra, va a incluir
diferentes estratos sociales, diferentes edades y diferentes peinados como para
funcionar parecido a la muestra de al lado.
Ante estímulos iguales,
reaccionan igual. Cuando pelean un campeonato, llenan la cancha y alientan.
Cuando ganan cinco, se aburren, van menos, son amargos. Y cuando se les exagera
la adversidad, años sin ganar nada o un descenso, ellos exageran el aguante,
porque si el equipo no les da nada para enamorarse, les queda enamorarse de sí
mismos para no morir.
Anotá, también, que los que viven
de tu aguante son muchachos de cuarenta años con el jogging de Independiente
entero, el pantalón y la camperita, el conjunto Topper azul con líneas rojas, y
sobre la pelada que se viene, el gorro de lona playero que dice Rojo sos mi
vida y tiene trenzas de lana cosidas por la vieja, una moda que el mundo
evolucionó hace veinte años y que los barras no pueden soltar. Son gente que se
junta el domingo en la esquina del barrio, cinco horas antes del partido, a
empinar vino Toro, un vino que vos no le darías nunca a un invitado en tu casa,
pero que ellos honran, con la consigna implícita de estirar mitos insalvables,
ciegos de que el barrio ya no queda en la esquina sino en Twitter y de que el
vino no se sirve en cartón sino en botella.
Ser hincha, compañero diablo, es
una conducta humana entre todas las posibles: es aceptable y digna. Pero no hay
que olvidar que en un principio esto era un juego de once tipos empujando una
pelota para allá contra la fuerza de otros once que la traían para acá, y de
repente es el juego de otros y vos sos un animal rabioso agarrado con fuerza de
las mangas del sillón o de las barras de la platea, gritando, puteando,
cantando y llorando, agrandando la expresión que no podés agrandar en la
semana. Todo lo que hay en el medio, entre ese principio y ese final, es un
proceso que podés descomponer ahora, en pleno descenso, no para tirarlo a la
basura, sino para reinterpretarlo.
Hacé teatro: ahí también está
bien visto que grites.
Así que River descendió del todo
el 26 de junio de 2011, al día siguiente de mi cumpleaños 27, y ascendió el 23
de junio del año siguiente, dos días antes de mi cumpleaños 28. Viví el partido
con Belgrano en la Belgrano
alta, con papá a mi derecha, en silencio durante más de una hora después del
partido y en el mismo lugar, esperando a que en la calle de abajo se mataran
con la policía para poder volver a casa. Mamá nos llamó varias veces para ver
si estábamos bien, pero no había señal. Estábamos bien, mamá. Fue la única que
quiso saber en serio cómo estábamos, mientras el país tomó al Tano Pasman como
representación oficial del sentimiento del hincha de River. Supusieron que
nosotros lo vivimos igual, pero nosotros no dijimos, no pudimos decir, ni la
puta que me parió ni paraguayo de mierda. No pudimos decir nada.
Con 27 años, entonces, yo me
quería ir a vivir solo y no quería. Fue un año de indecisión y de miedo que
terminó exactamente el día que River ascendió, unas horas antes. Me desperté
temprano para ir a firmar el alquiler. Mi novia me acompañó a chequear el
departamento y un rato más tarde vino papá en otro auto, para poner su firma de
garante. River jugaba a la tarde y era la primera vez desde que funcionaba mi
memoria que papá y yo no habíamos conseguido entradas para un partido de cancha
llena, porque Passarella había inaugurado un sistema de venta electrónica que
escupía sospechosamente cincuenta mil tickets en un minuto y medio dejando
afuera a miles de socios comunes.
Volví de la inmobiliaria a casa
nervioso, suponiendo que la excitación de mi firma hacia una vida nueva podía
ablandarme la rareza de ver el ascenso de River por televisión. En el camino mi
novia me dijo: Compremos medialunas para festejar. Estacionamos el auto,
entonces, y cuando caminábamos hacia la panadería vi que en la mesa de afuera,
tomando un café al sol, estaba Passarella. Un par de horas antes de uno de los
partidos más importantes de la historia de River, el presidente de River estaba
ahí, enfrente mío, sentado y solo. Mi novia dice que lo miré fijo y que fui
agresivo. Le di la mano, le dije Daniel. Le dije: Es la primera vez en mi vida
que me quedo afuera de la cancha. Mi viejo y yo. Él dijo algo que no era nada
como bueno, es complicado. Vos no tenés dos entradas para mí, le dije. Se tocó
el sobretodo negro que tenía puesto, lo palpó como si buscara un arma, lo abrió
y revisó el bolsillo. Sacó un sobre, adentro un fajo de entradas, por lo menos
cincuenta. Cuántas querés, me dijo. Se me llenaron los ojos de lágrimas, como si
viera de nuevo al Passarella que me enseñó papá, campeón del mundo, odiándolo y
queriéndolo tanto en el mismo momento. Dame cuatro, le dije, aunque me
alcanzaba con dos, quizás para sentir que tenía algo de poder sobre él. Dice mi
novia que nunca solté la violencia, que ella miraba en tensión pensando que le
pegaba, aunque yo nunca le pegué a nadie. Le dije gracias, Daniel, y me saqué
una foto para que papá me creyera. Fuimos a la cancha y los astros de ese día
quisieron que hasta Funes Mori jugara bien. River ascendió, yo lo vi. Cumplí
años y me fui a vivir solo.
Contradicción: El fútbol es lo
más real que te pasó en tu vida.
Tranquilo, hermano rojo. Todo va
a estar más o menos bien. La frase no es mía, es un retuit de una canción de El
mató a un policía motorizado, y es, o esperemos que sea, la verdad más grande
que dio el rock nacional durante el kirchnerismo. Puede ser tu segundo mantra.
Todo va a estar más o menos bien.
Más o menos bien es más o menos
así: vas a debutar contra Aldosivi, ponele, en Avellaneda. Un sábado a la
tarde, sigamos adivinando, a estadio lleno, con globos, con serpentinas, con
bengalas, que no se puede pero se puede. Vas a decir ah, mirá, nos pusieron a
Maglio, un árbitro de la A.
Alguien al lado tuyo va a decir che, ojo que ellos no son tan
malos. Después alguien va a decir la defensa de ellos, se nota la diferencia de
categoría. Vas a ganar 3 a
1, jugando más o menos bien. Se va a armar un microcabaret tuitero porque en la
web de Olé está el escudo de Independiente en la misma línea que los otros de la A. Los de Racing van a
putear, van a armar un hashtag militante porque la estupidez humana tiene esas
salidas, un periodista del diario va a salir a explicar que bueno, es
Independiente, hay que entender. Lo va a explicar con seriedad, como se
explican los índices de desempleo. El escudo va a quedar ahí y vos no decidiste
nada o habías decidido que te daba lo mismo pero bueno, ahí está. Después
Banfield en Banfield, después Huracán, algún día Ferro. Vas a decir ojo que
todos estos son más de la A
que de la B. Te
va a sorprender el estado de las canchas, el pasto parejo, te vas a fijar en
cosas que antes no mirabas, te va a gustar. Te va entusiasmar un pibe de las
inferiores, te vas a indignar con un experimentado que trajeron de Colón, vas a
empatar. Cada tanto vas a mirar la tabla de la A y vas a sentir una distancia rara, como si
fuera de otro deporte. Vas a buscar a Racing y te va a dejar tranquilo que va
séptimo, ponele, pero honestamente te digo: no te va a importar. Vas a perder. Vas
a entender que esto sigue siendo fútbol, que se suma igual que en la A, de a gol por gol, que el
torneo es un laburo de hormigas laburadoras y te vas a decir mil veces, con tus
amigos del Rojo, que mirá que los rivales salen a jugarnos el partido de sus
vidas.
En la fecha 8 te va a tocar
Douglas Haig en Pergamino y te vas a mirar con tu hermano y van a decir ojo eh.
No saben bien a dónde queda Pergamino, van a guglear la ruta, van a conseguir
entradas porque un primo de un amigo del cuñado y se van a mandar.
Mi primera excursión visitante
durante la B de
River fue hacia el Estadio Único de La
Plata, que alguna vez fue escenario de U2 y alguna vez de
Britney Spears, pero esta vez era de de River, que jugaba contra Defensa y
Justicia, un equipo que todavía no existe en Wikipedia. Por trescientos pesos
puteé y compré dos entradas por Ticketek y mi novia me dijo bueno, vamos. Todo
el tramo de la autopista Buenos Aires-La Plata fue de un tráfico escrito por
Cortázar, pero aguantamos los avances torpes y el sol en la jeta con un disco
de Peter Gabriel que yo no escuchaba hace rato y que ella aprobó. Me preguntó
qué color de camiseta tenía Defensa y Justicia y yo le dije que adivinara. Las
relaciones de amor son adivinanzas. En el kilómetro en que se mató Rodrigo nos
dijimos que hace rato no pasábamos tanto tiempo así, solos, yendo a ningún lado
y hablando de cualquier cosa. Nos dimos un beso, lo interrumpimos por el
bocinazo del auto de atrás, nos dimos la mano mientras avanzábamos en segunda.
Cuando nos sentamos en nuestra platea, chivados por la caminata desde el auto,
fui hasta el puesto de Coca y le compré una light. Un vaso de cartón, a veinte
pesos, sin gas. Dijo que estaba rica y me dijo gracias. Hace rato que no hacía
algo desinteresado por ella. Cambiar el escenario cambia las relaciones. Hay
que luchar siempre contra el impulso contrario que es quedarse en casa,
acostados sobre el puf en cucharita mirando Lost, tentados por una adrenalina
que amaga con transformarnos, sintiendo que está por pasar algo que después no
pasa o que cuando pasa no garpa. La transformación está afuera. Hay que ponerse
en juego y en riesgo, en lugares incómodos y desconocidos, para estar vivo.
River empató 3 a
3, en un duelo de goles de exportación entre Trezeguet y Píriz Alves. La remera
de Defensa es verde y amarilla, manejar por La Plata es fácil porque las calles son números.
Mirá al descenso en la cara,
Rojo. Mirate a vos. Ahí están, los dos solos, teniéndose el uno al otro como se
tiene una herida abierta o como se aguanta la muerte de alguien querido. La
relación con ese dolor es tuya: es un regalo.
Cuando era chico siempre me
dieron un poco de celos los compañeros a los que se les moría el papá o la
mamá. Era un sentimiento horrible, que nunca compartí con nadie para que no me
mandaran al psicólogo, pero proyectaba en mi mente cómo sería esa experiencia
para mí, me dejaba llevar por la atracción de esa tristeza, imaginaba mi
angustia, cómo reaccionaría en el entierro con cada saludo, cómo manejaría ese
poder tan inusual que tiene un chico de doce años cuando la muerte prematura de
su papá lo deja en el centro de tantas miradas, tanta gente observándolo hacer
o no hacer, midiendo cómo administra la escena, cómo gestiona las lágrimas,
cómo revuelve el dolor y cómo camina, finalmente, hacia la soledad del auto
fúnebre que lo saca de ese entierro y lo pone en un entierro peor, que es el de
las horas infinitas de dolor que el futuro le tiene guardadas. Quería vivir
eso, por qué ellos sí y yo no, sentía que ellos se llevaban, en ese combo, una
sabiduría que yo no iba a tener nunca. De otra forma, con otra experiencia,
este descenso es un dolor que es tuyo y que otros no tienen y no van a vivir
nunca.
Hay algo en la forma torpe e
inconsistente que tuvieron los bosteros de burlarse de nuestro descenso que
tiene que ver, para mí, con esos celos, con las ganas inconfesables de haber
vivido nuestra experiencia. Ahora es tuya, Rojo, disfrutala.
Llorá. Gritá. Puteá. Reíte. Cantá
canciones de cancha, con voz de cancha, sin tono, con la desvergüenza de
saberte acompañado por cincuenta mil personas aunque estés solo, y si tenés en
el baño, como tengo yo, dos espejos laterales y enfrentados, sacate la remera y
revoleala, agitá el brazo hacia delante con el compás de los tobillos,
agarrándote con el otro brazo de la puerta o de una toalla como si fuera un
paravalanchas, y mirá hacia los costados, primero a un lado y después al otro,
cómo se multiplica tu cuerpo y tu brazo alentando, en la tira infinita que
dibuja el espejo, cómo se forma en dos pasos tu propia hinchada, los
movimientos sincronizados de tantas remeras flotando en el aire de tu baño que
ahora es el tablón. Sacate. Decí te quiero, pedile al de la lado que cante.
Sé vos y sé otra versión de vos,
para los demás y para vos mismo. Sé lo que sos y lo que fuiste, sé lo que no
fuiste nunca. Que este descenso sea, compañero independiente, tu oportunidad
para ser alguien nuevo, alguien que no estaba en tus planes, y que las
mutaciones de ese hombre nuevo nos vuelvan a juntar, alguna vez pero no ahora,
el tiempo sobra, en un abrazo entre ascendidos.
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