A principios de los 90 creí haber
encontrado el mejor libro sobre padres e hijos: se llama La invención de la
soledad y su autor es Paul Auster. Allí estaba todo, porque Auster habla de su
posición como hijo primero y como padre después.
La forma en que describe a su papá es maravillosa. Aunque empieza con la muerte, esas páginas están llenas de vida. Ese "fue. Nunca volverá a ser. Recuérdalo" encierra demasiado. Tanto como su comienzo: "Un día hay vida. Por ejemplo, un hombre de excelente salud, ni siquiera viejo, sin ninguna enfermedad previa. Todo es como era, como será siempre. Pasa un día y otro, ocupándose sólo de sus asuntos y soñando con la vida que le queda por delante. Y entonces, de repente, aparece la muerte". Pero resulta que tras haber leído más novelas y cuentos sobre padres me encontré con La Carretera, de Cormac Mccarthy, y ya nada fue igual en esa temática. Y resulta más: cuando llegué al final me encontré llorando. Llorando literalmente, quebrado en el alma. Hay muy pocos libros que pueden provocar esas cosas. Este es uno de ellos. La historia transcurre siempre en la ruta, después de una hecatombe mundial que el autor no describe y que tampoco vale la pena hacerlo. Un hombre y su hijo caminan hacia la nada, esquivando al hambre y a los hombres que se volvieron caníbales. Esquivando al invierno y a la muerte, acompañados siempre por la tristeza. Con apenas un carrito de supermercado con pocos víveres, el protagonista irá protegiendo a su hijo con un amor que sólo un padre puede dar. Hasta que llega el final. Entonces, prepárense.
No me refiero a clásicos
literarios sobre padres e hijos sino a libros editados en los últimos tiempos.
Muchos de ellos los elegí al azar. Así llegué a Carreteras secundarias, de
Ignacio Martínez de Pisón. El protagonista habla de su padre, un tipo que no
puede consigo mismo, que carga más derrotas que otra cosa pero que no olvida a
su hijo. Viudo, va cambiando de empleos, buscando sobrevivir en medio de la
pobreza, encontrando alguna pareja sin futuro, mientras el chico pelea contra
la rebeldía que le sale y su intento por sacar a su padre de cada lío en que se
mete. "Me senté a su lado. Mi padre me cubrió las piernas con una manta de
cuadros escoceses y arrancó. Luego estuvo unos minutos manipulando la radio y
encontró una emisora en la que sonaban las canciones de My Fair Lady y Los
paraguas de Cherburgo. Nos pasamos más de una hora tarareándolas, porque en
aquella época a mí todavía no me disgustaba la música de películas, y recuerdo
que me sentía feliz así, envuelto en aquella manta al lado de mi padre,
siguiendo con la mirada las rayas blancas de la carretera, canturreando".
El final es buenísimo. No como el de Mccarthy, pero deja sensaciones profundas.
Eso es, al fin de cuentas, lo que se busca en una historia.
En el último año me encontré con
tres libros que me llegaron de casualidad. Uno es Tiempo de vida, de Marcos
Giralt Torrente. Parece un espejo: muchos nos sentiremos reflejados en esas
páginas en las que el autor cuenta todo sobre su padre, hasta que llega el
tiempo de la muerte. Una frase inolvidable: "Su pena, en todo caso, fue no
haberle podido decir nunca lo que todos los padres quieren oír alguna vez en
boca de sus hijos: que los errores no cuentan, que las intenciones eran buenas
y que simplemente les sorprendió el tiempo".
Otro es el breve relato
Paternidad, de Andrés Barba, en Ha dejado de llover, donde un hombre separado
da cuenta de sus miedos como padre ante un hijo pequeño con el que no sabe cómo
relacionarse. En medio, su ex esposa se la irá haciendo más difícil cada vez.
La muerte del padre, de Karl Ove
Knausgard, es un desgarrador testimonio de alguien que no puede por sí mismo
enfrentar el fallecimiento de un progenitor con el que nunca se ha llevado del
todo bien. "Y la muerte, que yo siempre había considerado la magnitud más
importante de la vida, oscura, atrayente, no era más que una tubería que
revienta, una rama que se rompe con el viento, una chaqueta que cae de la
percha al suelo".
Podría rescatar muchísimas frases
de Ojalá octubre, del español Juan Cruz Ruíz. Pero no hay espacio para todas,
así que escojo algunas: "Porque los padres y los hijos experimentan a lo
largo de los años sensaciones paralelas, la vida los va haciendo iguales",
"cuando pasan los años uno siente que se va pareciendo a los silencios de
sus padres" y "fue mucho más tarde cuando yo entendí ese modo de
presentarme. 'Mi hijo'. Quería decir que estaba contento de tenerme a su lado;
su hijo, estaba orgulloso. Él estaba orgulloso. Pero eso nunca lo iba a decir
con palabras. Él no iba a decir: 'Estoy orgulloso de tener este hijo'".
No quisiera dejar pasar a los
padres de Los anillos de la memoria, de George Simenon; ni de La última noche
enTwisted River y El mundo según Garp, ambos de John Irving; ni Vida de mi
padre, de Raymond Carver. Hay muchos, cientos. Me resumo a una lista, apenas.
Una lista que termino con algunos autores argentinos que elijo de mi
biblioteca.
No puedo dejar de lado al que
magistralmente describe en cada una de sus novelas o relatos el genial Osvaldo
Soriano (foto). Pero ninguno como el de La hora sin sombra, libro al que vuelvo
cada dos por tres. "Era él quien había venido a mí y me traía la llave que
necesitaba para llegar al final. Por eso no lo encontré en Mar del Plata ni
entre los escombros de la ciudad de cristal. Advertí que mi padre nunca había
estado tan cerca de mí como en los momentos en que lo creía perdido. Era ahora,
al encontrarlo, que se alejaba para siempre, que debía aprender a vivir sin
él", se lee sobre un final tan emotivo como formidable. Tal vez tanto como
Nadar de noche, el cuento de Juan Forn: "Y cuando abrió la puerta se
encontró con su padre parado delante de él. No lo veía desde que había muerto.
Y, en ese momento, supo incongruentemente que ya se había hecho a la idea de no
verlo nunca más".
Duro, desgarrador. Si algo me
gusta de cada libro de Pablo Ramos es que deja todo (pero todo) en cada frase.
Las respira. Y lo hace como nunca en el genial La ley de la ferocidad, donde
cuenta cómo pasa las horas en que velan a su padre. "Yo, que era un pibe
lleno de luz, que era capaz de medir la luz en el rostro de los demás y hacer
brillar a los que habían decidido apagarse con sólo hablar, con sólo tenderles
una mano. Yo fui un adolescente lleno de vida. Desbordado de vida. ¿Cuándo y
cómo me amargué tanto? Más allá de lo que haya pasado. No debí haberme amargado
tanto. Tengo muchos cadáveres en el estómago todavía. Y ahora se suma el de mi
padre", suelta.
Esto es apenas una parte de ese
mundo entre padres e hijos que forman y unen las palabras, las páginas, los
libros. La tinta la pone cada uno. A su manera. Como puede.
La nota original fue publicada en La Gaceta, de Tucumán
La nota original fue publicada en La Gaceta, de Tucumán
No hay comentarios:
Publicar un comentario