A 25 años de la muerte de Alberto
Olmedo, lo recordamos con un texto del genial Osvaldo Soriano. En este caso, lo
sacamos del libro “Cómicos, tiranos y leyendas”, que el año pasado publicó
Editorial Planeta
“Cada vez que regreso al país
espero encontrarme con malas noticias. Es una sensación vaga, insistente, que
se me instala al abordar el avión. El lunes pasado, al volver de Italia, me
encontré con que se había muerto Alberto Olmedo. El taxista que me llevó de
Ezeiza a la Boca
estaba de un humor sombrío y sólo habló para decirme que nuestras vidas ya no
serían las mismas sin el cómico de los viernes.
Tal vez no sea para tanto, pero
algo de eso hay. Esta nueva tristeza que se percibe en las calles se agrega a
muchas otras, más tangibles, de estos años olvidables. Es como si de golpe la
gente se hubiera quedado desamparada; sola en las gradas de un circo vacío.
¿Cómo ocurrió? Había tomado
champán, dicen. Tal vez había probado blanca para remontar la noche. Parece que
jugaba. Vaya a saber a qué jugaba el irresponsable cuando se salió del balcón:
¿a Tarzán que salta de liana en liana? ¿Al Capitán Piluso? ¿Al Yéneral
González? ¿O tal vez al marido viejo, engañado y celoso?
Nunca se sabrá si estaba
divirtiéndose antes de la última voltereta, pero al fin y al cabo fue coherente
con su vida despreocupada: matarse de esa manera tiene algo de ridículo y
desopilante, como todo lo suyo. Es un broche maestro para alguien que mezclaba
todos los roles de la existencia con un talento inmenso.
Bruto, machista y grosero como
era en la ficción (y tal vez también afuera de ella, si es que hay un afuera),
uno de sus personajes postreros se llamaba Borges y no era casualidad. Otro,
Rogelio Roldán, era el homónimo de un empresario de pompas fúnebres, y fue ese
amigo quien el domingo pasado lo enterró de verdad.
Esta vez no apareció, como en
1976, aquel locutor oficial que anunciaba una muerte apócrifa. Era real la
caída, casi una parábola de la otra, la de Alicia Muñiz, empujada por Carlos
Monzón el mismo verano en la misma ciudad de balcones funestos. Monzón y Olmedo
eran amigos y de la misma estirpe dudosa. Parece que uno se impresionó a su
tiempo por lo del otro, pero sería demasiado atrevido asociar amigos,
amaneceres, desamparos y desatinos.
Olmedo no era un intelectual y se
intimidaba con ellos. Nunca hizo una buena película, ni siquiera deja una obra
perdurable. Era tan simple y fugaz como la memoria o como una imagen de
televisión. Tenía la codicia exagerada de los que vienen de muy abajo y temen
perderlo todo.
Le gustaban la noche, los amigos
y el champán, como a Carlos Gardel. A veces se entristecía y pensaba que tenía
que hacer algo más que dinero. Una noche del otoño pasado, luego de separarse
de su mujer, me llamó a las tres y media de la mañana, sin disculparse. Le
parecía natural la hora, como me lo parece a mí. No nos conocíamos. O mejor
dicho, él no se acordaba que hace unos años, la única vez que lo vi en persona,
me había pedido que le tirara unos tomatazos para cerrar un sketch en el que
hacía -sin éxito- el papel de un mal cómico.
Aquella madrugada me dijo que le
había ido bien en Mar del Plata, que había 'ganado unos pesitos' y quería
interpretar al cónsul de A sus plantas rendido un león. Estaba dispuesto a
producir la película, a hacer algo digno, 'a pasar a otra cosa'. Le dije que ya
había una coproducción en marcha y que habíamos pensado en él para hacer a
Faustino Bertoldi, pero no me creyó. Le resultaba imposible imaginarse al lado
de italianos y franceses de cartel internacional. Al fin de cuentas él venía de
provincias (llamaba 'pueblo' a Rosario) y creía que era sólo un cómico de
legua, un saltimbanqui de ocasión.
Me contó de sus jornadas
agotadoras y luego no supe más de él. Cada viernes me divertía y me indignaba
con sus peripecias repetidas hasta el hartazgo. Pensaba, y lo pienso aún, que
con un buen guión ese hombre podía improvisar un universo diferente al
imaginado por Dios. Como Fidel Pintos, aquel otro frustrado del que Olmedo
aprendió la sutileza de lo grueso y el íntimo valor de los silencios.
Es una pena que la televisión no
guarde aquellas imágenes de los años 60 y 70 que hoy todos -hasta los más
jóvenes- creen haber visto. Las de Piluso, el aventurero que hizo soñar a una
generación que luego intentaría el asalto al cielo; las de González, el general
de pacotilla, inútil pero impetuoso, que anticipaba al Galtieri de las
Malvinas.
En algún momento empezó a
corromperse, igual que casi todos sus compatriotas, y su arte se volvió vulgar,
degradante, fascistoide. Perdió el pelo, ganó mucho dinero y algunas mañas y
repitió como letanías los instantes soberbios en los que había cambiado las
reglas de la televisión. Su humor de bragueta le bastaba para hacernos reír. No
buscaba la crítica, aunque a veces lograba hacernos sentir todo lo bajo que
habíamos caído.
Días pasados, un croto de Barracas,
apesadumbrado, me dijo que Olmedo 'salpicaba mierda', y creo que tenía razón:
el doble lenguaje de la política lo aplicaba al sexo reprimido, a la
bestialidad de un tiempo que lo obligó a resignar lo mejor de su talento por
plata, mujeres y champán.
No tuvo oportunidad de hacer lo
de Sordi, Coluche o Peter Sellers. Ni siquiera lo de Cantinflas. Era tan bueno
como ellos, pero vivía aquí, con Romay, García, Goar Mestre y Carreras. Esa
mediocridad era su pasión argentina, su destino sudamericano.
Una mediocridad compartida, sin
más exigencias ni otro juez que las mediciones de audiencia. Y sin embargo,
¡qué grande era a veces! Qué justa su réplica, qué cómplice su mirada, qué
sutil su gesto grosero. Entraba en la letrina y sacaba oro. No siempre, es cierto;
pero nadie -salvo Fidel Pintos y dicen que Florencio Parravicini- había llegado
tan alto en la composición de pobres criaturas sin destino.
Hace una semana que Olmedo es un
pesar inconsolable para la gente que se levanta al amanecer y viaja tres horas
en colectivo. Para hombres y mujeres que viven amontonados en una pieza y se
alimentan con fideos y mate. ¿Qué hacer ahora que el vértigo de la figuración,
la coca y la plata dulce se lo tragaron para siempre?
Sin el gran Payaso, este país de
incautos, melancólicos y rufianes se queda a solas con sus pálidas. Cada uno de
nosotros es un personaje de Olmedo que, quizá sin saberlo, se ríe de sí mismo.
Ahora que el otro saltó por el balcón, descubrimos que, como su Rogelio Roldán,
el de los 170 australes, éramos tan pobres. Tan ilusos y trágicos.”
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