(Por Francisco Vázquez)
Como la sangre, rojas son las lágrimas que por estos días se derraman y, no por ser adicto a otros colores, voy a dejar de lamentar -sincera y profundamente- el descenso que acaba de experimentar Independiente, un grande de verdad.
Como la sangre, rojas son las lágrimas que por estos días se derraman y, no por ser adicto a otros colores, voy a dejar de lamentar -sincera y profundamente- el descenso que acaba de experimentar Independiente, un grande de verdad.
No es mi propósito bucear en las
causas ocultas -y no tanto- de esa debacle deportiva. Ya bastante se ha dicho,
aunque menos de lo que se ha callado, acerca de los despropósitos que
catapultaron ese tornado que se abatió sobre el solar que supo albergar a la
“doble visera” y ahora sustenta a un desprolijo e inconcluso gigante de
cemento, tan frío e impersonal como casi sin excepciones han sido los equipos
del “diablo” en la última década. Lo que sí está fuera de discusión es que,
como futbolero irredento, no abdico de la rebeldía que me provoca el ser un
espectador más de lo que Daniel Arcucci definió como “un drama sin tragedia”,
refiriéndose a la bastante civilizada reacción que tuvieron los sufridos
simpatizantes del coloso caído. Y el director de la Sección Deportiva
de “La Nación”
lo definió así porque, es tan profundo el desconcepto que gobierna a nuestra
sociedad por estos días, que hasta celebramos cuando en una manifestación
masiva, sea de la índole y del color que fuere, no hay muertos de por medio.
Claro que la promesa que insinué
era otra. Como desde lo personal ya viví un sinsabor parecido, sé que son
momentos en los que el dolor cala el alma y hay que tener bien presente el
viejo aforismo galés: “la hora más oscura es la previa al amanecer”. Y en esa
inteligencia, nada mejor que apuntalar al espíritu con la evocación de los
albañiles que construyeron esa grandeza ahora bastardeada.
No voy a hablar de Arsenio Erico
-el implacable goleador guaraní- ni de sus compinches Juan José Maril, Vicente
De la Mata,
Antonio Sastre y Juan José Zorrilla, notables y famosos en el final de los ´30
y comienzos de los ´40. Tanto como lo fueron en la década siguiente Rodolfo
Micheli-Carlos Cecconato-Ricardo Lacasia/Ricardo Bonelli-Ernesto Grillo y
Osvaldo Cruz. Y no lo voy a hacer porque, sencillamente, no los vi jugar y no
quiero caer en el facilismo de reproducir lo que los auténticos testigos han
documentado a través de los años. Por otra parte, a excepción del “decano”
Enrique Macaya Márquez o del una década más joven Horacio Pagani, pocos -muy
pocos- son quienes pueden hablar del otrora “Rey de Copas” con la autoridad que
concede el “haber estado allí”. Y, en esta categoría, modestamente me incluyo,
aunque durante las últimas cincuenta temporadas
solamente haya sido esporádico fedatario de la estirpe ganadora que
entibiaba la frente de los aficionados del “rojo”.
Así es como rememoro al aguerrido
conjunto que en la década de los ´60 le ofrendó al balompié criollo las dos
primeras Copas Libertadores, sustentado en las seguras manos del “Pepé”
Santoro, la reciedumbre de “Pipo” Ferreiro, “Hacha Brava” Navarro, Jorge
Maldonado, David Acevedo, Tomás Rolán -un mulato uruguayo que metía miedo desde
el túnel-, la “garza” Guzmán y el “chivo” Pavoni.
De la mitad hacia delante, tenía
a la inteligencia del “enano” Osvaldo Mura y de Raúl Armando Savoy, rematada
por la contundencia de Luis Suárez/Roque Avallay/Mario Rodríguez y la magia de
Raúl Emilio Bernao, un “siete” de aquéllos. Solamente fueron doblegados por el
“cattenaccio” del Inter de Helenio Herrera y se quedaron sin la Intercontinental.
El paulatino recambio
generacional vino de la mano de un caudillo sin época -el “Pato” José Omar
Pastoriza- y un par de goleadores de los que ya no hay -Luisito Artime y el
“Chirola” Héctor Casimiro Yazalde-, hasta que apareció un dúo magistral, una de
esas “pequeñas sociedades” que pregonaba el gran César Luis Menotti: Ricardo
Enrique Bochini y Daniel Ricardo Bertoni. El fútbol en estado puro. La
inteligencia, la creación en continuado y la explosión. Aquella copa del mundo
que se les había negado en el “San Ciro” de Milán, ese par de chiquilines la
trajo desde el Olímpico de Roma y ante la “vecchia signora”, la Juventus, en 1973.
Pasó el tiempo y grandes
jugadores transitaron el viejo estadio de la calle Alsina. Hasta que en la
primera mitad de los ´80 volvieron a conjugarse los astros para disfrutar de un
equipo enorme: Carlos Goyén; Néstor Clausen, Hugo Villaverde, Enzo Trossero y
Carlos Enrique; Ricardo Giusti, Claudio Oscar Marangoni y Jorge Burruchaga;
Ricardo Enrique Bochini; José Percudani y Alejandro Barberón. De Avellaneda a
Tokio, ganaron absolutamente todo. Y lo hicieron con la exquisitez que la
historia deman- daba.
Acerca de esta rica parte de la
opulenta historia de los “diablos”, debo admitir que en ese grupo yo depositaba
un particular sentimiento: en el muy lejano 1968 y con flamantes veinte
abriles, fui durante todo ese año preceptor de un rubio que cumpliría catorce
en noviembre y que ya la descosía en las inferiores de Chacarita: Claudio Marangoni.
La vida fue muy distinta para ambos pero, a fines de 1991, con él recién
retirado del profesionalismo, ella hizo que nos reencontráramos y durante un
semestre compartiéramos un mismo ámbito de trabajo, en el cual hasta me dí el
lujo de ser muchas veces su compañero jugando al “fútbol-8” sobre piso sintético. Está de
más detallar el “robo” que era…
Pero la saga continuó y no de la
mejor manera. Los casi treinta años que sucedieron a los logros de esta última
formación, aun jalonados por algunos títulos como el de 1989, con el “Indio”
Solari como conductor, el “Clausura” de 1994 -de la mano del mismo Miguelito
Brindisi al que injustamente ahora le ha tocado descender- o el de 2002 -conducido por el “Tolo” Gallego-, no
lograron enmascarar la deca- dencia que, en definitiva, la es del fútbol
argentino todo. Los delincuentes se pasean indemnes por los desnudos escalones
de una popular o por las alfombras de los palcos V.I.P. Lo único que no han
podido atesorar es la sensibilidad de la sufrida multitud que genuinamente
abona la gramilla con llanto nacido de sus mismas entrañas. Aquélla, y los
“próceres” del ayer, tejerán una alianza imbatible para edificar sobre las
ruinas que la vileza impune les legó.
No hay comentarios:
Publicar un comentario