martes, 16 de julio de 2013

NO ME LO CONTARON, LOS VI JUGAR


(Por Francisco Vázquez)
Como la sangre, rojas son las lágrimas que por estos días se derraman y, no por ser adicto a otros colores, voy a dejar de lamentar -sincera y profundamente- el descenso que acaba de experimentar Independiente, un grande de verdad.

No es mi propósito bucear en las causas ocultas -y no tanto- de esa debacle deportiva. Ya bastante se ha dicho, aunque menos de lo que se ha callado, acerca de los despropósitos que catapultaron ese tornado que se abatió sobre el solar que supo albergar a la “doble visera” y ahora sustenta a un desprolijo e inconcluso gigante de cemento, tan frío e impersonal como casi sin excepciones han sido los equipos del “diablo” en la última década. Lo que sí está fuera de discusión es que, como futbolero irredento, no abdico de la rebeldía que me provoca el ser un espectador más de lo que Daniel Arcucci definió como “un drama sin tragedia”, refiriéndose a la bastante civilizada reacción que tuvieron los sufridos simpatizantes del coloso caído. Y el director de la Sección Deportiva de “La Nación” lo definió así porque, es tan profundo el desconcepto que gobierna a nuestra sociedad por estos días, que hasta celebramos cuando en una manifestación masiva, sea de la índole y del color que fuere, no hay muertos de por medio.

Claro que la promesa que insinué era otra. Como desde lo personal ya viví un sinsabor parecido, sé que son momentos en los que el dolor cala el alma y hay que tener bien presente el viejo aforismo galés: “la hora más oscura es la previa al amanecer”. Y en esa inteligencia, nada mejor que apuntalar al espíritu con la evocación de los albañiles que construyeron esa grandeza ahora bastardeada.

No voy a hablar de Arsenio Erico -el implacable goleador guaraní- ni de sus compinches Juan José Maril, Vicente De la Mata, Antonio Sastre y Juan José Zorrilla, notables y famosos en el final de los ´30 y comienzos de los ´40. Tanto como lo fueron en la década siguiente Rodolfo Micheli-Carlos Cecconato-Ricardo Lacasia/Ricardo Bonelli-Ernesto Grillo y Osvaldo Cruz. Y no lo voy a hacer porque, sencillamente, no los vi jugar y no quiero caer en el facilismo de reproducir lo que los auténticos testigos han documentado a través de los años. Por otra parte, a excepción del “decano” Enrique Macaya Márquez o del una década más joven Horacio Pagani, pocos -muy pocos- son quienes pueden hablar del otrora “Rey de Copas” con la autoridad que concede el “haber estado allí”. Y, en esta categoría, modestamente me incluyo, aunque durante las últimas cincuenta temporadas  solamente haya sido esporádico fedatario de la estirpe ganadora que entibiaba la frente de los aficionados del “rojo”.

Así es como rememoro al aguerrido conjunto que en la década de los ´60 le ofrendó al balompié criollo las dos primeras Copas Libertadores, sustentado en las seguras manos del “Pepé” Santoro, la reciedumbre de “Pipo” Ferreiro, “Hacha Brava” Navarro, Jorge Maldonado, David Acevedo, Tomás Rolán -un mulato uruguayo que metía miedo desde el túnel-, la “garza” Guzmán y el “chivo” Pavoni.
De la mitad hacia delante, tenía a la inteligencia del “enano” Osvaldo Mura y de Raúl Armando Savoy, rematada por la contundencia de Luis Suárez/Roque Avallay/Mario Rodríguez y la magia de Raúl Emilio Bernao, un “siete” de aquéllos. Solamente fueron doblegados por el “cattenaccio” del Inter de Helenio Herrera y se quedaron sin la Intercontinental.


El paulatino recambio generacional vino de la mano de un caudillo sin época -el “Pato” José Omar Pastoriza- y un par de goleadores de los que ya no hay -Luisito Artime y el “Chirola” Héctor Casimiro Yazalde-, hasta que apareció un dúo magistral, una de esas “pequeñas sociedades” que pregonaba el gran César Luis Menotti: Ricardo Enrique Bochini y Daniel Ricardo Bertoni. El fútbol en estado puro. La inteligencia, la creación en continuado y la explosión. Aquella copa del mundo que se les había negado en el “San Ciro” de Milán, ese par de chiquilines la trajo desde el Olímpico de Roma y ante la “vecchia signora”, la Juventus, en 1973.

Pasó el tiempo y grandes jugadores transitaron el viejo estadio de la calle Alsina. Hasta que en la primera mitad de los ´80 volvieron a conjugarse los astros para disfrutar de un equipo enorme: Carlos Goyén; Néstor Clausen, Hugo Villaverde, Enzo Trossero y Carlos Enrique; Ricardo Giusti, Claudio Oscar Marangoni y Jorge Burruchaga; Ricardo Enrique Bochini; José Percudani y Alejandro Barberón. De Avellaneda a Tokio, ganaron absolutamente todo. Y lo hicieron con la exquisitez que la historia deman- daba.

Acerca de esta rica parte de la opulenta historia de los “diablos”, debo admitir que en ese grupo yo depositaba un particular sentimiento: en el muy lejano 1968 y con flamantes veinte abriles, fui durante todo ese año preceptor de un rubio que cumpliría catorce en noviembre y que ya la descosía en las inferiores de Chacarita: Claudio Marangoni. La vida fue muy distinta para ambos pero, a fines de 1991, con él recién retirado del profesionalismo, ella hizo que nos reencontráramos y durante un semestre compartiéramos un mismo ámbito de trabajo, en el cual hasta me dí el lujo de ser muchas veces su compañero jugando al “fútbol-8” sobre piso sintético. Está de más detallar el “robo” que era…

Pero la saga continuó y no de la mejor manera. Los casi treinta años que sucedieron a los logros de esta última formación, aun jalonados por algunos títulos como el de 1989, con el “Indio” Solari como conductor, el “Clausura” de 1994 -de la mano del mismo Miguelito Brindisi al que injustamente ahora le ha tocado descender- o el de 2002  -conducido por el “Tolo” Gallego-, no lograron enmascarar la deca- dencia que, en definitiva, la es del fútbol argentino todo. Los delincuentes se pasean indemnes por los desnudos escalones de una popular o por las alfombras de los palcos V.I.P. Lo único que no han podido atesorar es la sensibilidad de la sufrida multitud que genuinamente abona la gramilla con llanto nacido de sus mismas entrañas. Aquélla, y los “próceres” del ayer, tejerán una alianza imbatible para edificar sobre las ruinas que la vileza impune les legó.

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