Un texto de Alejandro Duchini
Yo tenía apenas 10 años y mucho conocimiento de fútbol. Iba a la cancha a ver a Independiente con mi papá desde mis 6, pero a mediados de 1982 lo que más me interesaba era el Mundial que se jugaba en España. La promoción más linda de ese torneo la hacía Coca Cola, que repartía un mapa enorme en el que se veían cómo estaban ubicadas cada una de las ciudades que serían sede del campeonato. Así conocí que existían Madrid, Barcelona y Alicante, entre otras que me sabía de memoria.
Yo tenía apenas 10 años y mucho conocimiento de fútbol. Iba a la cancha a ver a Independiente con mi papá desde mis 6, pero a mediados de 1982 lo que más me interesaba era el Mundial que se jugaba en España. La promoción más linda de ese torneo la hacía Coca Cola, que repartía un mapa enorme en el que se veían cómo estaban ubicadas cada una de las ciudades que serían sede del campeonato. Así conocí que existían Madrid, Barcelona y Alicante, entre otras que me sabía de memoria.
Esos pósters gigantes se
conseguían en el almacén o el kiosco del barrio. Había que colocar en cada una
de las sedes las tapitas de las botellas. En esos tiempos no era tan común como
ahora la Coca Cola,
porque sólo se compraban gaseosas en ocasiones especiales. Pero así y todo yo
había conseguido completar el mapa.
Aquel póster, que luego guardaría
como una reliquia de mi infancia, estaba pegado en una de las paredes de mi
habitación. Era enorme y me gustaba llegar del colegio y antes del almuerzo
admirarlo mientras imaginaba goles argentinos. Me sabía de memoria cuándo y
dónde jugaría el seleccionado de Menotti, que venía de ser campeón del mundo en
el país. La base del equipo era la misma, aunque para España pintaba mucho
mejor porque lo tenía a Maradona. Además, estaba Fillol, que para mi era el
mejor arquero; y encima jugaba Kempes, que la había descosido cuatro años antes
y seguía gritando goles en las figuritas del Mundial ´78 con su melena al
viento y cabizbajos holandeses de fondo.
Aquel no era un año más.
Jugábamos el Mundial pero combatíamos en el Sur. Un primo lejano estaba en
Malvinas y no se sabía si estaba vivo. Rondaba la incertidumbre y apabullaban
los informes televisivos en los que decían que ganábamos la guerra que
perdíamos. Mi mamá me había ayudado a escribirle una carta a ese primo que
nunca veía pero por el que ahora sufría. Jamás respondió aquella carta. El 2 de
abril, antes de ir a la escuela, en casa me habían contado que soldados
argentinos desembarcaron en Malvinas y después la profesora de música nos
enseñó una canción que, supimos luego, en el aula, era el himno de aquellas
islas desconocidas para mí y mis compañeros.
Tras el desembarco, con mis
amigos del barrio hablábamos en la vereda de aquella guerra. Uno había contado
que escuchó en su casa que si la cosa iba mal en Malvinas, iban a ir a pelear
nuestros padres, porque eran mayores de edad. También especulábamos con qué
haríamos si los ingleses invadían directamente el país. El sólo hecho de pensar
que mi viejo podía ir a una guerra me daba un miedo tremendo. Pero el Mundial
llegaba y ese era otro tema que nos importaba.
Después vinieron 48 horas
amargas. El 13 de junio vi, junto a mi viejo, cómo Fillol dudaba ante Erwin
Vandenbergh y Bélgica nos ganaba 1
a 0 en el primer partido. No podía creer que aquel
equipo invencible empezara perdiendo el Mundial. Los pibes salimos a la calle
para compartir aquella tristeza. Un día más tarde la cosa se pondría peor
cuando se supo que Argentina se rendía en Malvinas. Habíamos perdido la guerra
y el gobierno militar y asesino acentuaba su decadencia. Eso era lo mejor que
podía pasarnos, pero a los diez años uno no tenía idea de cómo venía el asunto.
Luego Argentina se reivindicó y
le ganó a Hungría 4 a
3 y a El Salvador 2 a
0. Terminó segunda en su zona, con 4 puntos, a uno de Bélgica. Esa ubicación
fue una sentencia de muerte porque en la próxima ronda había que enfrentar a
Italia y a Brasil y el equipo no era ni por asomo el de cuatro años antes.
Los días previos a aquellos dos
partidos los ví entre canastos y desorden porque mis padres habían vendido la
casa de mi infancia. Nos mudábamos a una alquilada en Liniers, que era más
grande. Pero me dolía irme del barrio de siempre y alejarme de mis amigos de
toda la vida.
También entre canastos, porque
ahora había que desembalar, vimos en el nuevo televisor color cómo Italia nos
pasaba por arriba con un 2 a
1 y luego Brasil, con un 3 a
1. Quedábamos afuera del Mundial con dos derrotas, a 4 puntos de los italianos
y a 2 de los brasileños. Yo no me olvidaría más del primer gol de Zico ni del
tercero de Junior. El segundo, de Serginho, no lo recuerdo. Lo que sí me
acuerdo es que Ramón Díaz hacía un gol que no servía de mucho, cuando el
partido terminaba y el equipo naufragaba en la impotencia. Ya ni la ilusión de
Maradona teníamos: había sido expulsado a poco del final después de haber
pasado sin ton ni son por el torneo. Me quedé triste mirando la derrota
mientras papá insultaba por la eliminación. Ese sería el torneo de Italia, que
le ganaría la final a Alemania 3
a 1. Paolo Rossi había sido el gran jugador del
campeonato pero a mí me llamaba la atención que su arquero, Dino Zoff, tenía 40
años y se había atajado hasta lo que no atajó Fillol.
Ese invierno lo empecé en otra
casa y sin los amigos de siempre. No había chicos de mi edad en aquellas
cuadras de Liniers. Algo se había quebrado en mis pocos años. Mi primo había
regresado de Malvinas, ileso y callado. La carta que le mandé jamás le llegó.
Mis padres nos regalaron a mi hermana y a mí un perro de la calle. También ahí
tuve habitación propia para pegar pósters, pero el del Mundial de España ya no
tenía razón de ser. Empecé a juntarme más con mis compañeros del colegio, que
en algún punto reemplazaron a la barra de la cuadra, en Mataderos, aunque no
sería lo mismo. Mamá abrió un negocio en el centro y nos empezó a cuidar mi
tía, la madre de mi primo, el de la guerra. Aprendí así que todo tiene un
ciclo. Que nada es para siempre. Y Bilardo agarró la Selección.
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