(Por Alejandro Perandones)
La Gran Noche del Deporte
Argentino 2013. Olimpia de Platino categoría vendehumo. La población argentina
no duerme hasta conocer quién se queda con el galardón más esperado. Sobre el
escenario esperan ansiosos los dos candidatos. Julio Grondona entrega el sobre que
porta el nombre del ganador a los conductores del evento, Luis Majul y Jorge
Lanata. Pronto sabremos quién se queda
con la deseada estatuilla, Maravilla Martínez o Caruso Lombardi.
(Ya está, basta. No me vende nada
más este pibe. Bah… pibe. Este casi hace la colimba conmigo.)
No entiendo de boxeo. Me
avergüenza ver combates, siento que me convocan desde algún lugar oscuro de mi
personalidad. Me gustaba cuando era un chico. Seguía a Uby Sacco hasta que en
una de sus tantas peleas con Lorenzo García, todo un clásico de la época, llegamos
con mi primo Sergio demasiado temprano al Luna Park. En una de las preliminares
dos jovencitos se concentraron, denodadamente, en destrozarse las caras.
Todavía recuerdo la sangre esparcida y el sonido de los golpes retumbando en el
estadio vacío.
Mucho menos puedo ver a chicas
cruzarse violentamente en un ring. Todo me parece excesivamente violento y primitivo.
Pero este muchacho logró
intrigarme, me hizo sentar dos veces frente al televisor, expectante en la
previa de un choque. Recuperé sensaciones que creía definitivamente perdidas.
Como cuando esperé meses el desafío de Martillo Roldán a Marvin Hagler, o los
cruces de Leonard con Tommy Hearns, “la cobra de Detroit”.
Nunca supe cómo resolver bien el
dilema: no me gusta el boxeo pero me encantan las historias de boxeadores. Tal
vez, visto desde este tiempo, lo que me gustaban eran las buenas crónicas
periodísticas. Esos relatos que llegaban a las páginas de El Gráfico
describiendo los entrenamientos de los campeones o sus “challengers”, rodeados
de empresarios de dudosa calaña y rubias sinuosas. Enterarme, mediante con el estilo barroco de los viejos
reporteros, los hábitos de los antiguas figuras pintadas en trazos de
protagonistas de novelas policiales. Uno de ellos era Mano de Piedra Durán
quien tenía, en una de sus propiedades, un león como mascota.
La mayor parte de los argentinos
vimos a “Maravilla” solo dos veces en acción. La primera contra el hijo fumón
del gran Julio César Chávez. La segunda fue ayer, en la mojada noche del
Amalfitani. No faltaron los segundos con sombrero y gafas oscuras, los raperos
y la berreta farándula local. Todo eso estuvo logrado, pero faltó el campeón,
más allá de los esfuerzos discursivos de los periodistas. Los mismos que en
materia deportiva en la Argentina hace
rato que trabajan como agentes de prensa. Algo que día a día observamos con los
futbolistas, a quienes entrevistan con actitud de botinera. Martínez llevó ese
cholulismo al boxeo
Lo vimos dos veces, dije. Y en
las dos anduvo por el suelo. Eso no es tan malo, dice uno que semanalmente
muerde el polvo de la derrota. Lo malo es cuando quiere revestirse de epopeya.
“Maravilla” y algunos cómplices
se esfuerzan en darle carácter de hazaña a aquel último round en Las Vegas.
Destacan la actitud del que se levanta y sigue, pese a los consejos que dicta
la experiencia del rincón, en busca del intercambio de golpes.
En realidad, Martínez logró despertarse
ya sentado en su esquina y por la tele -
como nosotros- se enteró de lo que había pasado y de lo cerca que estuvo de
hacer una siestita de más de diez segundos.
Murray, probablemente, haya sido
el boxeador más visitante de la historia
del deporte. Un inglés, solo, en un estadio argentino. Sin pergaminos ni talento
se las arregló para arruinar la fiesta. Bien leído, esto fue más difícil que el
Maracanazo ya que no tenía 10 compañeros de gesta. Bien leído, insisto, no había diez de su lado en todo el
mundo. Son pocos de familia los Murray.
Le contaron una caída, aunque en
realidad logró dos. Dieron por
empujón la segunda, algo que no pudo justificarse en la
repetición. Y ganó claro en las tarjetas. Si tiene tanto valor para los
“opinadores” argentinos la última vuelta, hay que ver los yeites retóricos que
tienen que utilizar para adosarle cierto carácter deportivo a las tarjetas de
los tres jueces de la noche de Liniers, que están tan cerca de la Justicia como
Oyarbide.
Esos periodistas tal vez sean los
mismos que votaron, en la entrega de los premios Olimpia, el desempeño de
Martínez sobre un tal Lionel Messi. Sí, increíble
pero real.
Son los que sostienen
comparaciones -Martínez no se pone colorado cuando las escucha- con unos
muchachos que anduvieron bastante bien en la actividad: un santafesino que se llamaba
Carlos, por ejemplo, que se cansó de reinar en una categoría unificada; o un
grandote de Morón, que logró un nocaut con la frente partida; o Narváez, que
tiene el récord de defensas del título, o los gigantes Pascual Pérez y Horacio
Acavallo, que inauguraron en Oriente el camino mundial; o el indescriptible
Nicolino, que recreó la disciplina haciendo lo contrario de los dictados de la
academia.
Pero no, el marketing nos vendió
otra cosa. Y en eso, Sergio Martínez se maneja como pocos. No está necesariamente
mal. El tema es cuando creemos todo a pie juntillas. Nadie confía en sentir de verdad cuando
compra una gaseosa, o cree realmente que dejará la soledad atrás al elegir una
cerveza. Bueno, en ese plano tenemos que leer la última etapa de la carrera de este
boxeador. Y es correcto que se valore su disciplina y locuacidad, o el impulso
que llevó a muchas personas a meterse en un gimnasio, pero sin cometer la
herejía de olvidarnos de los grandes reales de la historia o, peor, de comprar
gato por liebre.
No está mal besar la lona, de eso
los compatriotas lamentablemente sabemos bastante, lo malo radica en
disfrazarlo de épica. Son extremos que están tan lejanos como Las Vegas del
Bingo Ciudadela.
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