La nota que sigue la escribió Francisco Vázquez,
que no es periodista pero ama los deportes. Su hijo, Agustín, es periodista y
trabaja conmigo. Solemos hablar de fútbol. Y así salió lo de su papá y la pasión
por lo deportivo. Que en este caso se hace palabra a través de la excusa de “contar”
al gran Nicolino Locche.
Por Francisco Vázquez
No es la primera vez que lo manifiesto, pero valga la reiteración: el Box no es santo de mi devoción. Hasta me cuestiono -seriamente- que se trate de un deporte pero, natural y democráticamente, admito todo disenso que haya al respecto. Al fin y al cabo, la vida moderna es tan compleja, son tantos los aspectos a mejorar, las aristas a esmerilar, que es francamente trivial enfrascarse en inconducentes devaneos de módica filosofía.
Con esa premisa claramente delineada,
enfilo la proa hacia uno de esos entrañables recintos que, a lo largo de su
rebosante historia, han cobijado múltiples disciplinas, de la cultura física y
también del arte: el mítico Luna
Park. Asociar sus entrañas con el Box es facilismo puro, porque sus siempre
nutridas gradas fueron testigo, por ejemplo, de la mundialista consagración del
Basket-Ball con el inolvidable equipo que encabezaba “Pillín” Furlong en 1950,
o de sucesivas ediciones de los “Seis días en bicicleta”, pasando por
espectáculos como Hollyday on ice, óperas como Aída, o recitales de múltiples
artistas, incluido el propio Sinatra.
Claro está que no todos
discurrieron por las entrañas del Luna con similares repercusiones, y el
aparentemente inanimado lugar tuvo sus predilectos. Uno de ellos, justamente
dedicado a lo que poco me atrae, fue un coloso del juego de los puños, pero no
por su contundencia, por la inmisericorde potencia de sus manos o por
imbatibles estadísticas de rivales puestos fuera de combate, sino por sus
verdaderamente artísticas dotes defensivas. Su nombre, seguramente extraño
desde lo semántico, lo es aun más para las generaciones modernas: Nicolino Locche.
Mendocino él, desde sus tiernos
siete años de edad se formó humana y boxísticamente junto a “Paco” Bermúdez
-maestro del gimnasio y de la vida- y, cuando apenas rozaba los veinticuatro,
ya era campeón argentino y “El Gráfico” lo premiaba con la primera de muchas
tapas que del emblemático semanario ocuparía.
Su carrera fue grandiosa desde
los resultados e incomparable desde lo estético, y el enumerarla no es
relevante ni, mucho menos aun, el motivo de estos párrafos. Por el contrario,
lo que me anima es destacar una curiosidad en medio del esplendor de una
trayectoria que, a no dudarlo, ocupa parte del más destacado anaquel de la más
lustrosa vitrina del deporte argentino.
Sucede que Nicolino, un
pueblerino atorrante -en el más candoroso sentido de la expresión-, afecto al
vino, el pucho y las mujeres como cualquier mortal, se sentía como pez en el
agua cuando las luces del templo de la calle Corrientes
(que siempre será “calle” para los que todavía la recuerdan angosta) lo
taladraban y la inconfundible voz de Norberto Fiorentino lo anunciaba como el
“intocable” que realmente era. Sin embargo, su función más exquisita, aquella
que hasta la profundidad de los tiempos lo mantendrá en el podio de los
realmente elegidos, la brindó al otro lado del mapa, en el distante Japón el no
más próximo 12 de diciembre de 1968.
El milenario imperio, que tras el
horror atómico que clausuró la guerra a mediados de los cuarenta se puso de pie
al compás del dos por cuatro que exportó Canaro, presenció en vivo y en directo
una de las más magistrales clases boxísticas la noche en que el cuyano, por
capaz o irresponsable -nunca se sabrá-, le arrebató la corona mundial a Paul
Fují, hawaiano naturalizado japonés que, en el décimo round, literalmente no
quiso más. Nicolino lo había “bailado” de tal manera, le había cerrado ambos
ojos a cachetazos sin que él pudiese hacerle siquiera cosquillas, que optó por
lo más sensato: no había corona que
defender, el otro ya se había quedado con todo.
Lo que vino luego, poco importa,
y en dicha categoría incluyo las defensas ante Carlos “el morocho” Hernández,
el “gallego” Barrera Corpas o “Kid Pambelé” -entre otros-, la caída ante
Alfonso Frazer, el fallido intento de recuperar el cetro ante el propio Antonio
Cervantes (“Pambelé”, vencedor de
Frazer) o la tímida despedida en Bariloche ante el ignoto chileno Ricardo
Molina Ortiz, en un show poco boxístico montado en el Llao-Llao.
Lo trascendente, lo que mima las
retinas, aquel remoto episodio -el de la universal consagración- del que
recuerdo vívidamente el relato radial de Ulises Barrera (chapeau, maestro!!)
con la locución de “Cacho” Fontana, es el que hoy me inspira, porque tan necio
no soy como para que desprecie tamaño talento.
Seguramente, Nicolino debe
haberse confundido, creyendo que Corrientes y Bouchard era una esqui- na de
Tokio…
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